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miércoles, 14 de noviembre de 2012

REVERTIR


por María Pía López

Directora del Museo de la Lengua de la Biblioteca Nacional y 
autora de las novelas Habla Clara (2012) y No tengo tiempo" (2010)

Ay, ay, ay. Comenzar por un insulto.
O por un término que se arroja a los debates públicos con especial énfasis denigratorio.
Como para otras fue puta. Para otra más bien.
Como para ésta fue y es yegua.
Denigración y después. La lengua como reservorio de misiles o estallido de latigazos. La lengua, materia de toda violencia, incluso de la que no procura palabras.
Pero he aquí una palabra. Que circula y se repite. Repiqueteo contra ella.
Según el diccionario significa persona que hace el mal. Pero rápidamente nos coloca en un problema etimológico: de concha viene.
O sea: que remite al mundo femenino, las vaginas, la sexualidad. Como usina de amenazas, no sólo superficie del insulto.
Pero no se trata de ofenderse ni de apelar a tribunales o resguardos institucionales contra los ladridos denigratorios.
Puede hacerse, pero la subversión más profunda es otra.
Reencontrarse con la potencia de la amenaza, preguntarse  qué es lo que amenaza, lo que incordia, lo que irrita. Qué es lo que a algunos les produce sueños y a otros pesadillas.
Buscar la hebra de una política insumisa en la fuerza de una oscuridad condenada: la del deseo y la afirmación de una fuerza del existir.
¿O no es uno de los mejores rostros de Eva el que imagina Perlongher? Mejor en el sentido de más intenso, provocativo, capaz de dejar insomne.
Revertir, entonces, ir por la interrogación de aquello que enuncia –sin querer enunciarlo- el agravio. Revertir: afirmar lo que se intenta denigrar. Incluso la supuesta maldad femenina que estaría en juego. Incluso el deseo articulado con el poder. Incluso la extrema racionalidad que algunos llaman impostación. Incluso la pulsión de imaginar una escenografía para el teatro de la política.
Revertir o reversionar, antes que denunciar persecuciones. Menos vocación para acudir al inadi que para inventar una política del lenguaje.
De otro modo aun: la violencia que se materializa en la lengua, que se hace piedra incrustada para ser arrojada al rostro del otro, no reclama la adecuación a una grilla de lo políticamente correcto, sino la tensión sobre la molestia ajena.
Sobre el fondo de todo el imaginario de la vampiresa, la seductora, la malvada. Nunca una Blancanieves solidaria ni una Bella durmiente paciente de toda paciencia. La conchuda no es ni una ni otra, ni huérfana desvalida ni muchacha a la espera. Es mujer de temer o de armas llevar.

Contra la denigración, afirmación.
Contra la injuria, insumisión.
Porque las variantes son escasas y el odio se derrama implacable.
Porque tachin-tachin de cacerolas es el ritmo que marca el silabeo de conchuda. Y por su revés, el llamado a la cocina que subyace la condena a la supuesta maldad femenina, a su vocacional perversidad, a su astucia manipuladora.
Que nuestra lengua no esté por debajo de tamaños desafíos ni se asuste ante la injuria. Quiero decir, que sepamos alumbrar una retórica no esquiva de lo femenino, no tributaria de una racionalidad que tiende a la lisura, no prejuiciosa frente a lo poético y sus desvaríos, no moralista frente a la astucia ni trémula frente a la voluntad política ni timorata frente al deseo.

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