La yegua
Por José Pablo Feinmann
Una
vez muerta Eva Perón, el gobierno justicialista emprende los preparativos de su
velatorio. Esa muerte había sido señalada en el devenir de la historia nacional
con una precisión raramente vista. Tuvo lugar a las 20 y 25 del 26 de julio de
1952. Durante los años que aún le restaron, el gobierno de Perón instauró en
ese hito temporal un noticiero que informara al país de sus avatares. El
locutor decía: “El noticiero de las 20 y 25, hora en que Eva Perón entró en la
inmortalidad”. Los restos de Eva son trasladados al Congreso Nacional y ahí
quedan a la espera de la veneración popular, del amor sin límites de los que
ella, cariñosamente, llamó sus grasitas. Sólo ella podía llamarlos así. Se
forman largas colas para pasar junto a su figura blanca, embalsamada, mirarle
la cara breve y dolorosamente –los que en serio la lloraban, que eran la
mayoría– y seguir, dar paso a otro, y a otro y a todos los demás, que ya eran
multitud. Al anochecer, el tiempo se pone lluvioso, húmedas las calles y
barrosas. “Hasta el cielo se ha puesto a llorar”, dice un tango de Troilo.
Bueno, algo así. Las luces son escasas. La cola avanza muy lentamente. Es,
imposible dudarlo, una ceremonia fúnebre, un adiós que no se quería, un adiós
que –casi como todos, aunque tal vez más– es un hueco que nada podrá llenar.
Ella era irremplazable.
En este cuadro de dolor
popular (que Borges, en su cuento El simulacro, definirá, con clara precisión y
desdén de clase, como “el crédulo amor de los arrabales”, frase que marca a
fuego, una vez más, la visión de los civilizados sobre el amor de las almas
sencillas, intocadas por la cultura, manipulables, el alma del pueblo bárbaro,
siempre materia mansa en manos de los demagogos) surge el personaje central del
cuento de Viñas, La Señora muerta. Se llama Moure, y no ha ido al sepelio para
ver a la “señora muerta”, ni para besar el féretro ni para aguantarse esa
llovizna de julio, fría como la muerte que da marco a todo, pero impiadosa con
los huesos, penetrándolos hasta el sufrimiento; tanto, como si nunca fuera a
irse de ahí. Moure sí, Moure quiere irse de ese lugar macabro. Pero no quiere
irse solo. Tuvo una idea ingeniosa, la perfecta idea de un piola de Buenos
Aires, ya que no otra cosa es él, Moure, que fue a la cola de los “crédulos de
los arrabales” para hacerse un levante, levantarse una de las tantas minas que
estarían hartas ya de esperar su turno y bien podrían volver otro día, mañana
por ejemplo, o pasado mañana o la semana siguiente, si nadie sabe cuánto va a durar
eso. Mientras el público siga llegando, mientras la cola no disminuya, llueva o
no llueva, la cosa va a seguir. Se acerca a una mujer y le da conversación. Al
poco tiempo pregunta la pregunta cuya respuesta lo puede meter esa noche helada
con una mujer en una cama, ardoroso y hasta desbocado. Le pregunta si no está
cansada. Ella lo mira, tiene una cara serena, adolorida, pero ya resignada a
ese dolor y tal vez a todos los que vengan de aquí en más. Ella no sabe qué
decir. Probablemente no se autorice el cansancio, lo sienta indigno, una
traición a la muerta, que se murió por no cansarse nunca, por trabajar hasta el
último aliento por los pobres. ¿Así le va a pagar? ¿Con el cansancio mezquino
de no tolerar una cola que lleva hasta su cara blanca, que ella quiere ver, y
quiere que también ella la vea, porque ella, ahora que es inmortal, puede verlo
todo, más que cuando vivía, más que cuando no era como es ahora, como Dios,
inmortal? Moure se impacienta. “¿Quiere irse?” “Cuando me sienta bien cansada.”
“Pero mire que tenemos para rato.” “¿Lo dice en serio?” “Yo siempre hablo en
serio.” “¿Y cuánto dice que falta?”
Moure le acerca el dato:
“Unas tres horas”. Antes les ha echado una mirada a los de adelante y vio que
eran muchos, demasiados, todos amontonados, indescifrables, turbios en medio de
esa oscuridad mojada. Para ella, tres horas son muchas. Aunque, agrega, a la
gente le gusta esperar. “Esperar algo, cualquier cosa...”
Algunos soldados, con caras
de sueño, reparten sopa, un líquido que echa humo y promete calor. Ella no
quiere sopa. De chica se la hacían tragar. “Era un asco.” Moure se siente más
firme, la victoria es suya. La cosa viene por el lado del hambre. De pronto,
ella lo sorprende con una pregunta que no esperaba, brava la pregunta, difícil:
“¿A usted le gustaba?” “¿Quién?” “La Señora. ¿Quién va a ser si no?”
La mujer desconoce que a
Moure la Señora le importa poco, que no está ahí por la Señora. Que ahora está
ahí por ella, y la mira fijo, y le calcula apenas veinticinco años. “Si me la
pierdo soy un... era joven”, dice.
Decide avanzar. No aguanta
más. Tiene que resolver ese asunto enseguida. Se le ocurre hablarle del sueño.
Si lo tiene, él la puede llevar a dormir. “¿Tiene sueño?” “Hambre tengo.”
“¿Quiere...?” “Sí.”
Ya está. La saca de la
fila. Buscan un taxi. Ella dice que la lleve a algún lugar cercano. Parece que
su cansancio suma tanto como sus ganas de comerse algo, de calentarse el
estómago. Moure le dice al taxista a dónde quiere ir y también que no conoce
mucho la zona, que él lo guíe. El taxista cumple con su tarea. Llegan al primer
lugar. En esa época a los hoteles transitorios les decían “muebles”. (Aunque
Viñas evita decirlo en su relato. Buscan un “lugar”.) El lugar está cerrado. “A
otro”, ordena Moure. Pero la deriva fracasa una y otra vez. Nada está abierto.
La mujer empieza a reírse. Le divierte ese largo paseo en busca de nada. De
puertas de chapa con candados enormes. Y esos carteles desteñidos que apenas
pueden leerse, aunque todos dicen: Cerrado. “¿Los llevo a otro?”, dice el taxista.
“Sí –dice Moure–, pronto. Pero pronto, por favor.”
“Y toparon con otro portón,
una gran tabla pintada de gris cerrada con un candado, y la risa de esa mujer
aumentó mientras Moure pensaba que lo que a ella le correspondía era quedarse
en silencio, tomarlo de la mano y tranquilizarlo (...), pero las mujeres se
ponen nerviosas y no sirven para nada y por eso son mujeres.”
“¿Todo está cerrado?”,
grita, casi, Moure.
El chofer dice que sí y
hasta parece asombrado por la ignorancia de su pasajero: ese hombre no sabe
nada de nada, nada de lo que sucede en ese día y hace que suceda esto: que
todos los hoteles estén cerrados. Sugiere: “En la provincia”. “¿Seguro?” “No,
seguro no.”
Y le explica.
Cautelosamente le explica. Como si reflexionara. Buscando darle algo de paz, de
serenidad: “Hay que aguantarse. Es por la Señora”. “¿Por la muerte de...?”
necesitó Moure que le precisaran. “Sí. Sí.” Locamente estalla: “¡Es demasiado
por la yegua ésa!”.
Entonces, bruscamente, esa
mujer dejó de reírse y empezó a decir que no, con un gesto arisco, no, no, y a
buscar la manija de la puerta.
–Ah, no... Eso sí que no
–murmuraba hasta que encontró la manija y abrió la puerta–. Eso sí que no se lo
permito... –y se bajó.
Se trata de un gran cuento
de David Viñas, antiperonista de toda la vida, pero un hombre que siempre tuvo
su corazón del lado de los humildes. No es por otro motivo que su narración
cala hondo en la conciencia autónoma, lúcida, de esa mujer sencilla. Que dice
no, eso sí que no. Que pone un límite. Que afirma su opción libre, su amor no
manipulado, no “bárbaro”, por la señora muerta que ese día no pudo ver. Viñas
jamás habría escrito una blasfemia como la de Borges. Si algo revela la
elección de la mujer ante Moure, decirle no, decirle “eso sí que no se lo
permito” es su amor auténtico por la Señora. Su amor, que tal vez sea “el amor
de los arrabales”, no es “crédulo”. Este adjetivo lo usa la derecha rancia y
despectiva de este país para denigrar las opciones de los humildes. Su amor es
tan crédulo que los tiranos lo atrapan con facilidad y lo instrumentan para sus
proyectos propios, siempre opuestos a los transparentes valores de la
república, de la cultura. Queda planteada una difícil pregunta para las clases
poseedoras, los “dueños de la tierra”, como los llamó Viñas en una de sus
primeras novelas: ya que ese amor, el de los arrabales, es tan crédulo, tan
fácil de manipular, ¿por qué tanto les cuesta apropiárselo? ¿Por qué se lo
apropian los tiranos y no los hombres de luces, de cánones y latines, los
hombres “de bien”?
Tampoco Moure evita dejar
caer sobre Eva Perón el adjetivo con que más se la señalaba en las reuniones
oligárquicas o en los casinos de oficiales: yegua. El Diccionario de Salamanca
ubica al adjetivo yegua dentro del lenguaje masculino. Significa vulgar. Pero
también: “Mujer llamativa o que tiene muy buena figura”. Nadie ignora que una
“mujer pública” como era Eva Perón y también una “mujer llamativa” o con muy
“buena figura” configura en el imaginario soez de las clases altas la abominada
figura de la hetaira. Ajena a la mujer de la burguesía, que pertenece ante todo
a su familia, a su hogar, a la crianza de sus hijos. Sin embargo, los seres
marginados por la cultura y la jactancia de clase de los dominadores saben
dónde poner sus amores. No son crédulos de los arrabales sobre los que las
clases altas deban imponer su linaje y conducirlos. Son seres libres,
libremente han elegido sus opciones y libremente las defenderán. Si alguien les
dice “yeguas” a las mujeres por las que han decidido ser representados, dirán
con simpleza, pero para siempre: –Eso sí que no se lo permito.
Nota publicada en la contratapa de
Página/12 del domingo 23 de septiembre de 2012.
http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-204037-2012-09-23.html
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