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miércoles, 14 de noviembre de 2012

EN EL BORDE DEL SILENCIO


por Alejandro Kaufman
docente e investigador de la UNQ y la UBA. 
Miembro de la Revista Confines. 
Autor de "La pregunta por lo acontecido. 
Ensayos de anamnesis en el presente argentino".

Silencio ¿como cautela, como impotencia o como desesperanza? Cualquiera de tales alternativas se presenta como restricción difícil de eludir cuando se consuma el linchamiento, o ante su inminencia. Tal situación tiene lugar cuando se advierte que el propósito de intervenir ya no cuenta con condiciones para encontrar eficacia. Es cuando se ha cruzado una línea irreversible en el trayecto que conduce a la explosión. Un signo del advenimiento de tal escala de los sucesos se experimenta como peligro para la propia integridad. En ello reside entonces también la gran dificultad para establecer el límite de la irreversibilidad. El entero curso del suceso depende en su recorrido ascendente de que pueda ser atenuado, aminorado, prevenido por intervenciones específicas, individuales, colectivas o institucionales. Todas ellas naufragan si llegan tarde al escenario de la deflagración. El fracaso se comprueba porque quien interviene es atrapado por las garras del estallido, que victimizan al que se acerca a la escena con un propósito diferente, sobre todo si es opuesto, al movimiento que conduce a la imposición de la violencia sobre el blanco determinado.
Cuando la masa alcanza un estado crítico y la aglutinación del conjunto se cierne sobre su objetivo no hay intervención humana posible. No sabemos cómo actuar en tal situación. Es uno de los escenarios más temidos (o deseados) de la experiencia sociopolítica, motivo mucho más frecuente de alegoría o narrativa fantástica que de elucubración intelectual, académica o teórica. Y ello puede atribuirse a la irreductibilidad del acontecimiento. Una vez producido el estallido, o cuando ya no hay tiempo de mojar la pólvora, solo cabe atenerse a las consecuencias. ¿Habremos alcanzado tal estado? No lo sabemos, ya que solo puede confirmarse la escalada cuanto el estallido tuvo lugar, no antes. Aun sin encontrarnos en condiciones de establecer el cronograma del estallido, todavía podemos augurar su acaecimiento sobre la base de los indicios que llevan a su consumación.
Tales indicios son correlativos –en las sociedades contemporáneas- de la verificación de la eficacia de las medidas de prevención. En la actualidad es difícil que alguna forma de prevención no participe de la escena. A ello contribuye la globalización jurídica, consistente en una proporción significativa de sus esfuerzos en prevenir la fenomenología del linchamiento en cualquier magnitud en que se presente. Podemos esperar, aun en el peor de los casos, la presencia previa de alguna modalidad jurídica que no tuvo oportunidad de aplicación, o que fue desatendida, incomprendida o malinterpretada.
En los presentes días en que nos acercamos al llamado 7D se destaca un enunciado completamente olvidado, y respecto del cual se ha actuado con una negligencia casi gozosa: el artículo 70 de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual. El artículo manifiesta lo que sigue: “La programación de los servicios previstos en esta ley deberá evitar contenidos que promuevan o inciten tratos discriminatorios basados en la raza, el color, el sexo, la orientación sexual, el idioma, la religión, las opiniones políticas o de cualquier otra índole, el origen nacional o social, la posición económica, el nacimiento, el aspecto físico, la presencia de discapacidades o que menoscaben la dignidad humana o induzcan a comportamientos perjudiciales para el ambiente o para la salud de las personas y la integridad de los niños, niñas o adolescentes.” Cada una de las especificaciones de este artículo se trasgrede de maneras sistemáticas, permanentes y del todo impunes. Más que quejas al respecto no se advierte casi por parte de ninguno de los actores más sobresalientes de nuestra sociedad preocupación efectiva alguna al respecto. En general los organismos de derechos humanos no han asumido en absoluto un compromiso con la tarea preventiva cuyo programa constituye el artículo 70. Las instituciones profesionales, gremiales y políticas vinculadas con la prensa y los medios –por no hablar de los políticos de la oposición en general- no solo se abstienen de intervenir para que al menos se diagnostique razonablemente la situación en favor de ejercer algún grado de moderación o de disuasión, sino que cada vez que alguna voz del gobierno observa críticamente la situación ¡salen a oponerse! Esto incluye también a algunas voces que apoyan al actual gobierno y que eventualmente celebran –con razón en lo atinente a lo particular del caso- la supresión de las normas represivas de las calumnias e injurias cuando son dirigidas hacia las críticas o denuncias contra la entidad estatal, a la vez que se abstienen de cualquier otra consideración. Arrojan al bebé con el agua sucia. Haberle quitado al estado la herramienta represiva contra denuncias o críticas es un logro, pero su práctica tiene lugar a destiempo, cuando el nuevo contexto normativo se emplea como pretexto para justificar un estado general de linchamiento dirigido contra un gobierno popular y contra sus apoyos militantes y ciudadanos. Imposible una trampa más agobiante. Si quien es objeto de linchamiento resulta identificarse o es identificado con el gobierno, entonces no cabe señalar ningún límite a la violencia simbólica ¡porque se está criticando al estado y al gobierno! Con esta coartada la línea crítica se ha cruzado o se aproxima de maneras que parecen ineluctables. Fue la de la presidenta una de las voces que intervino e interviene cada tanto en un sentido de prevención de la violencia simbólica sin eco alguno siquiera en las propias filas. En este sentido se la abandona de hecho a su suerte, y se la coloca en posición de verse necesitada de formular su discurso cotidiano en articulación con sus propias prácticas –personales- de “corrección política”. Casi se podría aventurar que la única o muy escasa “política correcta” en términos del artículo 70 se verifica en sus propios discursos, que no son tomados suficientemente como ejemplo por algunos o muchos de quienes apoyan al gobierno popular o militan en su favor. Por ejemplo no me refiero a solo a los casos minoritarios en que se reproducen algunas prácticas incorrectas, sino a la incomprensión sobre la necesidad de ejemplaridad que debe practicar un gobierno y una militancia comprometidos con la justicia y la igualdad. Lejos de estas líneas cualquier supuesto de simetría entre ambos polos del drama nacional. No hay simetría, sino linchamiento, victimario y víctima. Tal como ha venido sucediendo de modo recurrente desde hace más de medio siglo. La víctima puede omitir actitudes de prevención o ejemplaridad, y a veces puede cometer errores, pero no residen en ello sus premisas. Se trata de errores por reactividad y mímesis defensiva. Es la opresión de las clases dominantes inscripta en los hegemonismos opositores el principal e ineludible agente de la desgracia que nos desvela.
Se ha fracasado hasta el momento en construir el escenario y las prácticas que hagan posible visualizar al menos las perspectivas de la eficacia disuasoria que el artículo 70 tiene como propósito. Las corporaciones han logrado imponer la idea de que lo opuesto a la censura totalitaria es una libertad de expresión boba, o aun peor, el escenario pretexto de violencia simbólica impune.
Sin perjuicio de la indispensable prosecución de la lucha por el 7D, que ha alcanzado un rango estratégico, y que sin duda resulta prioritaria para la defensa de la gobernabilidad mínima necesaria que sostenga la vigencia de lo que se denomina el “modelo” y que con mayor precisión se expresa a través de la larga lista de logros alcanzados en estos últimos años, si no conseguimos hacer pie en la disuasión que solicita el artículo 70 sobre prácticas “políticamente incorrectas”, el futuro inmediato y mediato no disipará sus trazos sombríos. Digo aquí “corrección política” sin ironía ni ingenuidad. No hay “democracia” ni “república” sin las que se conocen como prácticas “correctas” de enunciación e interlocución. Y esto es así en no menor medida porque la insensibilidad, estulticia o negligencia generalizadas de quienes tienen las respectivas responsabilidades políticas e intelectuales perseveren en su ceguera ante lo que debería imponerse como evidencia.

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